Columpios de alambre

Migrar, soltar, desprenderse amablemente de lo que ya se fue y podría haber sido. Tomar distancia para entrar en conciencia o simplemente para ver el caer de una hoja en otoño o el nítido rostro de un ser amado asomando genuinamente en algún recoveco del corazón. Aprehender de todo para empezar de nuevo, y si es que lo necesitamos. Aunque sólo dibujemos intenciones sobre el atardecer de un sueño. Porque el dolor es de humanos, pero es elástico, por lo que siempre podemos manipularlo, y darle la forma deseada. Porque hay otra fuerza que perservera al compás de las rondas de la vida. Que influye y esculpe todos los ensayos. Que nos experimenta en el diario movimiento de nuestro respirar presuroso. Que no garantiza, pero espera. Otra fuerza más allá del tiempo que nos susurra al oído la ilusión, el renacer, la certeza de reconsiderar. Como si fueran bríos de naturaleza en acuarela. Esencias de luz refutando su lugar. A fin de cuentas somos ríos imponderables de aguas que se transforman a fuerza o a voluntad. Avatares permanentemente expuestos a la transitoriedad del tiempo y el espacio. Lo fugaz, lo que definimos etéreo porque ya no nos habita más, no es más que una metáfora siniestra del nosotros mismos interviniéndonos continuamente. Permanece en realidad, y es mi visión, lo que contribuye a comprender, lo que alivia, lo que entibia. Lo que ayuda a reverberar la llama de la bondad y la compasión en expansión hacia un no sabemos dónde, en cualquier ladera donde nos halle la calma. Columpios de alambre son poemas que se detienen en la fugacidad de un instante en el tiempo, el mío propio. Palabras que oscilan, que me dan libertad, que me empujan hacia adelante o hacia atrás sobre ese fluir de la vida que a veces es memoria, que a veces es presente, que a veces es verdad.